Cuando los y las anarquistas comenzaron a pensar y poner en práctica el amor libre las normas que regían las relaciones (heterosexuales, pues las demás no eran socialmente admitidas), eran claras y estaban dictadas por la Iglesia católica y el Estado. Para las mujeres eran terribles, ya que en ese juego del amor, hoy considerado banal, les iba literalmente la vida entera: eran las depositarias del honor familiar, de forma que un desliz y un embarazo podían llevarlas a ser rechazadas por la comunidad de las ‘decentes’ para pasar a engrosar el caudal de las “mujeres de mala vida” que poblaban los burdeles y los “sifilicomios”, hospitales para enfermas de sífilis, una enfermedad que causaba pavor y de la que se culpaba (qué raro) tan solo a ellas. El matrimonio era en ocasiones la única opción para sobrevivir, ya que los trabajos disponibles para mujeres eran más precarios, más inaccesibles y estaban peor pagados. La opción de la soltería se consideraba un fracaso femenino, una vergüenza familiar, que se resumía en el despectivo adjetivo de la “solterona” (frente al ‘soltero de oro’) que se quedaba para “vestir santos”. Casi cualquier actividad intelectual o creativa estaba vedada o limitada o era ridiculizada si la hacían mujeres.
El problema de la anticoncepción, que ahora nos parece algo más o menos secundario, era central para las mujeres, que sufrían embarazo tras embarazo, o abortos en condiciones infrahumanas. El abandono de bebés era tan frecuente que hay historiadores que han llamado a ese largo siglo en el que entramos en la industrialización (desde finales del XVIII a principios del XX) el largo siglo de los expósitos.
Para los y las anarquistas, lo primero era romper la cadena de la Iglesia y del Estado. Había que vivir el amor de forma genuina, sin hipocresía, desligando el sexo de la culpa y del pecado, a través de las ‘uniones libres’, basadas en el pacto entre iguales. El amor libre no era, como se entendió después, un llamamiento al consumo indiscriminado de cuerpos o parejas sexuales: se entendía que se generaba entre compañeros que libremente querían unirse para desarrollar sus vidas en común, con libertad para romper el vínculo si éste se hacía indeseado, pero siempre partiendo de la responsabilidad mutua. En la práctica, suponemos, hubo de todo, ya que romper con una moral milenaria en la que siempre salían perdiendo las mismas no es fácil. Como tampoco es fácil el que los militantes y las organizaciones del movimiento libertario se vayan liberando de esa moral patriarcal tan fuertemente interiorizada en la psique colectiva.
Esto no solo afectó al feminismo, sino a la lucha por el reconocimiento de las identidades no CIS y no heterosexuales1. Desde luego que el concepto de amor libre implica respeto por ellas, y así se defendió por figuras importantes del anarquismo como Emma Goldman, o Lucía Sánchez Saornil. Pero la realidad es que estas personas fueron una minoría de adelantados a su tiempo. La concepción dominante entre los anarquistas las consideró como patologías o perversiones sexuales (exponente clave fue el doctor Félix Martí Ibáñez, director del SIAS, Departamento de Sanidad y Asistencia Social del gobierno catalán durante el periodo revolucionario de la Guerra Civil). Y esto fue así no solamente porque los teóricos del movimiento se acogían a un conocimiento científico que entonces era escaso, sino que este venía moldeado y ellos mismos venían condicionados, por una moral androcéntrica.
Más allá de los límites del contexto histórico científico, pesaban en esta visión los prejuicios de los propios anarquistas que la rechazaron como desviación, todos heterosexuales, que veían su opción sexual, mayoritaria, como normal y natural, y el resto como antinatural y patológica por el hecho de ser minoritaria y no cumplir con la norma patriarcal. Es el mismo prejuicio que había hacia la mujer que pedía igualdad con el hombre, se la consideraba antinatural, masculinizada (Gregorio Marañón era el médico que más se quejaba de que la mujer actual se estaba virilizando, al tiempo que también era un médico que defendía el origen patológico o desviado de las identidades no hetero). Esa jerarquía estaba interiorizada psicológicamente, lo que explica que las ideas feministas fueran recibidas con resistencias por parte de militantes y organizaciones del movimiento libertario (en España ese negarle a Mujeres Libres ser la cuarta rama del movimiento vino de ahí). En consecuencia, si bien según el humanismo anarquista y el concepto de amor libre, el límite a las relaciones sexuales es el respeto mutuo, el derecho humano, y la integridad sexoafectiva, el dictamen sobre comunismo libertario del Congreso de Zaragoza de la CNT, en punto a amor libre, era mucho más restrictivo en lo concerniente a la diversidad sexual. Ese “sin más limitación que la voluntad del hombre y de la mujer, y salvando a la colectividad de las aberraciones humanas”, deja muy claro que se partía de una heteronormatividad inaceptable, y de un concepto eugenésico a explicar y actualizar. Porque, ¿qué son las aberraciones humanas, y de qué manera las vamos a prevenir?, ¿la prevención incluye abortos, esterilizaciones o cambios genéticos sea por la fuerza o la persuasión? Dado que para la mayoría de anarquistas españoles de los años treinta la homosexualidad era una patología, que además implícitamente entendían que podía poner en peligro la reproducción de la especie, por lo que se esforzaron en fomentar la heterosexualidad desde sus publicaciones, la esterilización o el aborto -aunque no forzados- se hubieran podido llegar a considerar en aquel entonces como medidas de eugenesia.
La aceptación dentro de nuestra noción de amor libre, de lo que hoy se conoce como colectivos LGTBI, se fue asumiendo sobre todo a medida que estos colectivos avanzaban en esa lucha, y miembros de estos colectivos iban integrándose y fusionando reivindicaciones con el movimiento libertario, y está todavía en proceso de conseguirse totalmente.
Pero otras barreras al amor libre se han ido fortaleciendo en la actualidad. En los años 20 del siglo pasado ocurrieron dos fenómenos que trastocaron para siempre las relaciones entre hombres y mujeres: el surgimiento de la sociedad de consumo de masas y la popularización de la cultura audiovisual a través del cine, lo que llevó al nacimiento de la publicidad tal como la conocemos. El capitalismo desarrolló una enorme máquina de crear y vender sueños, que aún funciona a toda potencia y que nos moldea en lo más íntimo.
Fue tras varias décadas de esta cultura audiovisual y consumista cuando surgió la Revolución sexual, de la mano también de la segunda ola del feminismo. El viejo sueño de los anarquistas parecía que por fin había llegado. Hombres y mujeres podían relacionarse en libertad, explorarse mutuamente, vincularse sin contratos. La píldora anticonceptiva permitía por fin el sexo heterosexual sin miedo. Muchos creyeron que con la libertad sexual y la igualdad entre hombres y mujeres la prostitución dejaría de existir, y que se abría una nueva era de amor sin sombras ni deberes. El hedonismo de ‘la era de Acuario’ y el movimiento hippie dejaron una resacón terrible que aún nos dura: una epidemia de heroína y SIDA que marcó toda la década siguiente y dejó herida y desmovilizada a una generación entera. Las reglas de la libertad, como bien saben los obreros y obreras, cuando no hay igualdad se vuelven contra el que tiene la posición más vulnerable, de forma que esa libertad sexual fue pronto aprovechada para crear una cultura porno que ha ido cayendo como la lluvia sobre todos nosotros y nosotras, en forma de porno soft que invade nuestro espacio simbólico desde la cuna, a través de la publicidad, el cine y la industria musical, y de porno duro que educa en el sadismo y la sumisión a los hombres y mujeres del mañana desde que son capaces de usar por sí mismos un teléfono móvil. La libertad es, una vez más, la del liberalismo, el zorro libre en el gallinero libre, de manera que nos anuncian, con desparpajo, que ya somos libres para elegir y consentir en nuestra propia esclavitud: conejitas de PlayBoy libres, presentadoras de las campanadas semidesnudas en medio de la noche helada libres, africanas en tanga en las rotondas de los polígonos industriales también libres, y ucranianas que venden a sus hijos recién paridos, muy libres.
Esta ética comercial, que ahora nos parece tan normal como el oxígeno, es una contaminación cultural que lo impregna todo como una baba, y que dejaría estupefactas a nuestras teóricas. Nadie esperaba que al derribar la vieja e hipócrita moral católica y puritana la institución del burdel quedara intacta. No sólo ha salido intacta, es la inspiradora de un nuevo modelo de relaciones que, facilitadas a través de redes sociales como Tinder, ha convertido el espacio de socialización entre hombres y mujeres en un mercado. Elegimos el producto que más nos gusta, lo probamos, lo desechamos. Nos convertimos en vendedores de nosotros mismos, managers que presentan al producto con el mejor envoltorio posible, y en esta transacción unos, mayoritariamente hombres, huyen del compromiso como de la peste, y otras (mayoritariamente mujeres) ocultan como si fuera algo vergonzante su necesidad de amor. El amor, en este contexto, se está convirtiendo en una suerte de gimnasia narcisista para el ego, que no reconoce la humanidad plena de la persona con la que nos relacionamos, que es consumida como una cosa más, una emoción más, una experiencia más, un viaje turístico a otro cuerpo.
Ante este capitalismo amoroso, nos toca desmercantilizar las relaciones humanas. En un mundo precario que nos quiere insignificantes y frágiles, crear y cuidar vínculos fuertes es un acto revolucionario.
Laquesis
Notas
1 Richard Cleminson. Anarquismo y sexualidad (España, 1900-1939). Cádiz: Servicio de Publicaciones de la Universidad de Cádiz; 2008. Aquí se analiza el tratamiento de la homosexualidad en cuatro publicaciones, Revista Blanca, Estudios, Generación Consciente e Iniciales.