La retirada de las tropas estadounidenses de Afganistán ha vuelto a traer a la primera plana de la actualidad la situación de las mujeres en regímenes totalitarios patriarcales. Occidente, creador y exportador de monstruos, que tiene una rara habilidad para que sean otros los que sufran las consecuencias de su política depredadora, se compadece ahora de la suerte de las mujeres afganas. Los racistas culpan del problema a esa religión del demonio, el Islam, olvidando el carácter fanático que pueden adquirir todas las religiones patriarcales cuando conviene a las élites dominantes. También cierran los ojos al hecho de que el fundamentalismo islámico es un fenómeno relativamente reciente, alimentado en su momento por los bloques enfrentados en la Guerra fría, y que los mismos desmanes que en Afganistán nos horrorizan los toleramos amablemente en regímenes ‘amigos’, como Arabia Saudí.
Las justificaciones que hace veinte años sirvieron desde Occidente para la guerra con el país, la de acabar con el terrorismo islamista e instaurar una democracia acabando con el régimen talibán, hoy se han olvidado. Una vez conseguido el control sobre los recursos naturales, los talibanes ya no molestan a Occidente. Veinte años de ocupación militar, tantas vidas perdidas y tanto dinero que los estados han estado tomando de los ciudadanos para mantener el negocio armamentístico y el energético y de materias primas, solo han servido para eso, para salvaguardar los intereses geoestratéticos en la zona, y para traer de nuevo al poder la monstruosidad del régimen talibán. Porque las dictaduras son las aliadas naturales de las potencias imperialistas, que para nada quieren la autodeterminación de los pueblos. Porque saben que autodeterminación es autogestión. Los trabajadores de los países consumidores de los recursos y materias primas de las zonas que hoy están en conflicto, son los que deben tomar la iniciativa de crear alternativa a este sistema global de redes de extrema dependencia económica. Ellos también intervienen en la fabricación de armamento que luego se destina a esas guerras. Al margen del apoyo internacionalista para la resistencia libertaria en esos países, hay que ser conscientes de que el ataque viene del centro del sistema, de que monstruos como los talibanes, se crean desde aquí, con el fin de alimentar un modo de vida inhumano e insostenible, que se está volviendo contra nosotros mismos.
Ahora más que nunca, el movimiento obrero se enfrenta al reto de integrar las luchas y responder con máxima eficacia al desafío lanzado por el capitalismo global. Mientras se apela al patriotismo y al nacionalismo para justificar dictaduras o guerras neocoloniales por el petróleo, el incremento de los desastres naturales asociados al calentamiento global por la quema de combustibles fósiles, nos está poniendo ante un escenario de extinción. La propia epidemia de COVID de seguro no es ajena a la destrucción de los ecosistemas, y nadie, ni los más ricos, se libra del ataque del cáncer, enfermedad vinculada estrechamente a la contaminación ambiental y que por su gravedad, supone ya la segunda causa de muerte en el mundo.
Si bien a diario la información nos llega fragmentada, no es difícil ordenar el puzzle. Capitalismo, fascismo, ecocidio, feminicidio…son fenómenos estrechamente conectados, facetas del mismo sistema de explotación-dominación global. Conforme el capitalismo avanza va necesitando menos del disfraz democrático, las jerarquías resurgen en toda su crudeza e incluso en peor forma. La situación de las mujeres en Afganistán, ilumina el lugar central que el patriarcado tiene en los regímenes de opresión, en un momento en el que el agotamiento de los recursos naturales viene a exacerbar el ecocidio, el neoimperialismo, el racismo, el patriarcado…, todo lo que es sinónimo de máxima opresión y llamamos fascismo. Estos fenómenos que traen de la mano el feminicidio, están ocurriendo en Afganistán con los talibanes, pero también en territorios donde la depredación capitalista se muestra de forma más descarnada, como Congo o Ciudad Juárez, en México. 1
Impactan también aquí, en Occidente, en el centro del sistema, donde asistimos a la descomposición de las democracias parlamentarias y al avance de los fascistas populistas, y a una ola de antifeminismo y violencia contra las mujeres inimaginable para el feminismo que se institucionalizó y pensó que ya estaba todo conseguido.
En Afganistán las mujeres son la moneda de cambio con la que se paga al mercenario. Los jóvenes afganos que crecen en un país ocupado, sin futuro y con su dignidad cultural pisoteada, son enrolados en las fuerzas de la ultraderecha con la promesa de que no necesitan luchar contra el tirano: todos y cada uno de ellos podrán ser, a su vez, tiranos.
El capitalismo, en este momento extremo de su historia, recurre al cuerpo y a la vida de las mujeres para que sean ellas las que paguen el precio del odio y la frustración de una generación de jóvenes sin futuro. Es en el grotesco rostro de los talibanes donde vemos con toda claridad la capacidad de corrupción que tiene la ideología capitalista, patriarcal y fascista. La revolución será feminista y libertaria o no será.
Grupo Moiras
1 – Ver Segato, Rita. ‘La guerra contra las mujeres’. Ed. Traficantes de Sueños, Madrid, 2016.