La lucha por la identidad, una cuestión de esencia.

Ante las divisiones que se han ido gestando desde el seno del feminismo de cátedra y estado, y que hoy dividen la lucha en la calle, les anarquistas nos hallamos de nuevo en medio de una guerra que no hemos provocado, y en la cual no podemos intervenir haciendo frente con ninguno de los contendientes, que parten de unas dicotomías en las que no creemos y van hacia unos objetivos con los que no coincidimos.

En febrero del pasado año 2020, el Partido Feminista de España, de ideología marxista y presidido desde su fundación por Lidia Falcó, fue expulsado de Izquierda Unida, uno de los partidos de coalición de izquierda que hoy nos gobiernan. Esto tuvo lugar a raíz de declaraciones públicas de carácter tránsfobo por parte de la líder de ese partido. Igualmente tuvo causa directa en la oposición de los miembros del Partido Feminista a los proyectos de ley integral LGTBI y proyecto de ley Trans, que eran acuerdos programáticos de IU. ¿Qué ha pasado para que un partido que en el año 75
luchaba contra la Ley de Peligrosidad Social franquista que encarcelaba a homosexuales y transexuales, que en el 86 defendía el matrimonio igualitario, y en 2015 reclamaba que las operaciones de sexo para transexuales fueran parte del servicio sanitario público, haya virado a posiciones tránsfobas?

Indudablemente, han sido los prejuicios la principal causa. Pero al margen de ellos, hay algo que seguro ha tenido que ver en esa reacción. Venta de gametos, alquiler de vientres, defensa de la prostitución, pederastia … ideas, prácticas, estrategias e instituciones en alza con el capitalismo neoliberal, que el queer, como vertiente de género de la filosofía postmoderna, está promoviendo, y que cada vez que son criticadas, se refugian bajo el paraguas del movimiento LGTBI. Y esto es así
porque parte del LGTBI ha aceptado esa fusión entre el movimiento de liberación que estalló en el año 69 en Stonewall, y el postmodernismo de género, una elaboración académica cuyo éxito radica en desviar la potencia subversiva de ese movimiento hacia cauces no peligrosos para el sistema. Así, encontramos a personas y colectivos del LGTBI dejándose la piel por defender negocios capitalistas y patriarcales: sin ir más lejos en el proyecto de ley LGTBI que rechazaron desde el Partido Feminista, en el apartado IV de la Exposición de Motivos, han colado el término “trabajo sexual”.
Por supuesto, no hace falta ser tránsfobo para no transigir con la negación de un objetivo histórico del feminismo como es la abolición de la prostitución, ni hace falta ser tránsfobo para aceptar prácticas de abuso, de sumisión y de explotación como las que el queer nos vende como liberación: léase en la página 33 de Queer explicado para anarquistas, de la editorial Peligrosidad Social, “prostitución, sadomasoquismo, pedofilia, incesto, zoofilia…”, y la lista, nos dicen, puede ser infinita. Afortunadamente, no todo el colectivo LGTBI está con el queer, como tampoco todas las feministas son tránsfobas, sino que en su mayoría asumen la lucha por la diversidad de identidades
sexuales, sin identificarse por ello con el queer.

Sin embargo, la virulencia con que han chocado las propuestas derivadas del queer y las derivadas del feminismo radical, tanto en las redes como en la calle, y esa identificación de trans con queer, no solo ha contribuido a provocar una reacción tránsfoba en un sector del feminismo, sino también la desorientación de muchas feministas que van a quedar enzarzadas en una batalla inútil por maniquea. Porque la cuestión de fondo sigue siendo qué papel desempeña la esencia biológica en la
búsqueda de identidad del ser humano, en este caso, de identidad sexual, búsqueda para la que estas escuelas teóricas solo ofrecen antagonismos ficticios.

Si bien el feminismo radical critica al queer la eliminación de las identidades sexuales binarias, y por tanto negación de la identidad mujer y vaciado de contenido de la lucha feminista, su crítica del estereotipo de género como algo negativo en sí mismo y asociado necesariamente al prejuicio, y su reducción de la sexualidad biológica a genitalidad, han ido dirigidas igualmente a afirmar una indeterminación que puede acabar en negación y destrucción de la categoría mujer. No es una indeterminación, sino una autodeterminación como parte del todo natural, lo que precisamos, y para eso hay que respetar unos límites naturales a la acción humana.

Desde la sexología, se pone en cuestión el binomio conceptual sexo/género surgido del feminismo norteamericano de la segunda ola. Es fácil que sea así, puesto que el género no entra en su ámbito de estudio, como en cambio sí lo hace en ciencias sociales. Pero lo que interesa es el concepto de sexo con el que trabajan los expertos en sexología. Tomando como referencia Sexo, identidad sexual y menores transexuales, de Joserra Landarroitajauregui, capítulo de Manual Integrador hacia la despatologización de las identidades trans, el sexo es una condición con la que se nace, puesto que somos seres sexuados. El concepto de sexo, por tanto, tiene que desgenitalizarse y desgenerizarse, es decir, no reducirlo a algo que se hace con los genitales ni a algo que se hace con el fin de reproducirse. Su función es relacional, por eso la diversidad sexual sirve al fin propio del sexo, que es reconocimiento, comunicación y cooperación íntimos entre personas. Ello implica la existencia de unas diferencias, que, al ser percibidas, puedan generar interacciones diferenciales en razón del sexo.

Según el texto tomado como guía, esas diferencias comienzan a producirse desde el momento mismo de la concepción, de manera que en la identidad sexual de la persona operan dos procesos básicos que son la sexuación (la que produce las diferencias sexuales), y la sexación (la que categoriza o clasifica):

“Por debajo de la condición -psíquica- que conocemos como identidad sexual, subyacen cuatro hechos sexuales: una diferenciación sexual neurológica prenatal (egosexuación), una categorización sexual del recién nacido según sus genitales externos (alosexación neonatal), una autocategorización sexual temprana en torno a la adquisición del lenguaje que llamamos “autosexación”, y una compleja dinámica de inducciones categorizantes “inducciones sexantes” que incluyen todo aquello que hacemos para que los otros nos categoricen, y todo aquello que los otros nos hacen para categorizarnos.”(p.5 op.cit)

La autosexación o identificación de uno mismo con un determinado sexo, vendría a ser deudora de una sexuación neurológica que tiene lugar en el segundo trimestre del embarazo, por eso el autor
defiende que el sexo es una “convicción” de pertenecer a una determinada categoría sexual, que ningún niño elige el sexo al cual siente que pertenece, y que esta identidad no cede a las presiones sociales. Y nos dice que “nos falta mucho por saber sobre la relación cerebro y mente, pero sí sabemos que todos los rasgos psíquicos tienen un soporte físico en estructuras neuronales sobre las cuales actúan las hormonas sexuales, dando lugar a patrones masculinos o femeninos claramente reconocibles en: juego infantil, gestuación, orientación del deseo, identidad sexual, agresividad, conducta maternal, empatía, expresión emocional, modelos cognitivos, temeridad, ubicación espacial, destreza lingüística, patrones orgásmicos, deseo erótico…” (p.11 op.cit).

Y asimismo indica que son conocidas algunas diferencias cerebrales, que están sexuados los diferentes hemisferios, lóbulos y regiones corticales, así como sus conexiones. La fibra neuronal blanca de debajo de la corteza, también. Y su mayor banda, el cuerpo calloso. Y que otras estructuras por debajo, más antiguas, como el hipotálamo y las amígdalas, también presentan diferencias según la acción de las hormonas sexuales masculinas o femeninas. Lo común no es una diferenciación sexual dimórfica, sino polimórfica. De entre todos los agentes sexuantes, serían las hormonas, las que actuando sobre el cerebro desde antes del nacimiento, hacen que seamos Cis o transexuales, homosexuales, bisexuales, o tal vez, que nos quedemos en medio del continuo y seamos intersexuales. Entonces, ¿es este el nivel esencial del sexo, el límite natural a nuestros deseos de indeterminación? Y, por otra parte, ¿podemos estar de acuerdo en que esos patrones sexuales relacionados con los estereotipos patriarcales, son algo puramente biológico e inamovible?

Varias investigaciones han confirmado las diferencias cerebrales según el sexo. Por citar algunas: en 2008, un experimento sueco constata que el hemisferio derecho es mayor en las mujeres Cis y en los gays, y en hombres hetero y mujeres lesbianas son más o menos del mismo tamaño. En la Universidad de Pensilvania, los científicos hallaron claves neurológicas para el diferente sentido de orientación: en los hombres hallaron más conexiones neuronales en el interior de cada hemisferio cerebral (conectividad entre percepción y acción coordinada), mientras que en las mujeres abundan más las conexiones entre hemisferio izquierdo y derecho (comunicación del procesamiento analítico y el intuitivo). En un estudio del University College de London, se halló que de entre cuatro millones de personas que jugaron al videojuego Sea Hero Quest, las mujeres mostraron peor sentido de la orientación y la navegación. No obstante, se comprobó también que en países donde la desigualdad de género es menor, las puntuaciones en las pruebas tendían a nivelarse. Esto indica que la cultura puede modificar la información biológica relacionada con las destrezas, e incluso que esas diferencias cerebrales pueden haber sido inducidas por la cultura.

Por su parte, la propia historia de la lucha feminista viene a relativizar esa influencia biológica. Tal y como han demostrado las mujeres que hicieron historia en las ciencias puras, en los deportes de riesgo, en la exploración…y no solamente ellas, sino las que han ido entrando en cada vez mayor número en las facultades de matemáticas, de ingeniería, de física, de química…especialidades que antes estaban totalmente masculinizadas, como lo estaba toda la educación superior, las destrezas diferenciales atribuidas al sexo, responden al entrenamiento. Eso quiere decir, que las estructuras neuronales con las que nacemos, no nos determinan en nuestras capacidades, como por extensión, tampoco van a determinar las otras variables antes citadas del texto de Landarroitajauregui, y relacionadas con los estereotipos patriarcales: juego infantil (téngase en cuenta, que para identificarse con determinado sexo, los menores tienden a adherirse a los estereotipos sobre el juego), agresividad, conducta maternal, empatía, expresión emocional, modelos cognitivos, temeridad, ubicación espacial, destreza lingüística, deseo erótico…

En cambio, las de la condición y orientación sexual no han resultado tan maleables, como ya demostró en su día el célebre caso de David Reimer, experimento que pretendía probar la teoría de
la tabula rasa y resultó en suicidio, como ha pasado con todas las terapias que ofrecen modificar la orientación sexual. Al mismo tiempo del experimento con Reimer, otros científicos descubrían el NSD (núcleo sexual dimórfico) un área del cerebro diferente en embriones macho o hembra, según actuase la testosterona, lo que hacía intuir que los niños como Reimer estaban sufriendo. Esas diferencias cerebrales, podrían explicar la disforia o disconformidad que sienten las personas transgénero con sus genitales u otras partes de su cuerpo.

Pero si bien ha quedado bastante comprobado que la autosexación y orientación sexual no cambian en el tiempo de una vida por el factor aprendizaje o por la presión social, no se puede descartar que puedan cambiar de otra manera. Por un lado, está el hecho de la coevolución genético-cultural, que da lugar a diferentes expresiones en los genes o incluso modificaciones en la secuencia de ADN, por ejemplo, para adaptarnos a determinada dieta o estilo de vida. Igual que algunas diferencias en las estructuras cerebrales y neuronales entre hombres y mujeres, parecen derivarse de patrones culturales milenarios, impuestos por la división sexual del trabajo, nuestra cultura quizá podría inducir cambios que afecten a la diversidad sexual. Y a esto se añade la posibilidad de modificar la biología por la técnica. El control de la reproducción humana, sin ir más lejos, es una modificación técnica de una condición biológica. Hoy la ingeniería genética hace posible elegir el sexo de los hijos antes de que nazcan, o incluso seguramente sea posible llegar a modificar la genética de una persona adulta para reconfigurar esas estructuras neuronales responsables del sexo.

Entonces, al estar coevolucionando lo biológico o primera naturaleza, con lo cultural, o segunda naturaleza, al estar tan unidos que no se pueden disociar, lo que nos va a decir lo que debemos o no debemos cambiar, es la ética. ¿Es adaptativo inculcarles a nuestros hijos una división funcional que atenta contra el desarrollo integral de sus capacidades? No, y la naturaleza ha demostrado ceder al entrenamiento. ¿Sería en cambio adaptativo ir contra la expresión sexual espontánea de los menores que se autosexan como no CIS, e intervenir mediante tecnologías en esa realidad diversa? No, porque esa diversidad es positiva, no se hacen daño ni ellos ni a nadie. Y al feminismo no le supone pérdida sino ganancia la solidaridad con el LGTBI, y especialmente la integración de la identidad de las mujeres trans, porque al fin y al cabo comparten luchas por su pertenencia al mismo sexo y género.

La ética es lo que nos ayuda a escoger de entre las diferentes posibilidades, aquella que sirva a la vida, esto es, a la supervivencia y a la superación. Y es la que nos va apartar de lo que, aunque temporalmente pueda ser posible desde la técnica, nos llevaría a la involución y a la extinción. Teorías como la ciborg, o la queer, o la radfem, que no desafían el orden social existente, siguen patrones antropocéntricos, egocéntricos y androcéntricos. Sus modelos son hombres poderosos, máquinas y dioses, ideales que no suponen adelanto. Más nos valdría centrarnos en ser mejores humanos, y si alguna vez llegamos a ser más que humanos, ya la vida lo dirá. Lo importante es que sí hay una esencia que respetar, unos ladrillos biológicos y culturales de la construcción humana que no podemos tocar sin destruir la evolución. Si lo que queremos es revolucionar, un salto hacia delante en la evolución, y no involucionar, no nos queda más remedio que seguir la guía de los valores vida y superación, que la propia naturaleza ha inscrito en nosotros. Y esto solamente una ética ecológica y libertaria, contra todas las jerarquías y en autodeterminación con la naturaleza, nos los puede aportar. Recordamos a nuestros lectores que el anarquismo sigue teniendo su propia filosofía.

Atropos

8 marzo

 

 

Queremos un 8 de marzo obrero y anarquista, un día para la huelga y la expresión de las reivindicaciones de la mujer de la clase trabajadora, sin mediación de partidos ni sindicatos vendidos. No somos políticas ni ejecutivas, seguimos siendo las asalariadas y no asalariadas, desposeídas de los medios de supervivencia por el patrón, el estado, y el patriarcado capitalista, imperialista y colonial, lanzadas al desempleo y la precariedad. Socialmente, somos en gran medida lo que hacemos, por eso lo que hacemos, hemos de exigir que sea conforme al derecho humano, que se pueda llamar trabajo, con una verdadera función social. Estamos hartas de ser el juguete sexual o reproductivo de los hombres, y de cómo se está instrumentalizando la lucha
social de las mujeres para legitimar los negocios propios de la violencia sexual, como son la pornografía y la prostitución.  La mujer ha de luchar por su derecho a un trabajo digno y en igualdad de condiciones con el hombre, por el derecho a la
formación y el trabajo vocacional, igual que por la supresión del salariado. Esa es la lucha de la obrera. No queremos un 8 de marzo institucionalizado y sujeto a la manipulación partidista o empresarial. Ha de ser un día vivo, no de actos ritualizados y controlados. Queremos que se recupere el carácter obrero de este día, con la huelga y la toma de los medios de producción en el centro de la lucha, pero que sepa ir más allá del centro de trabajo y solidarizar a todas las mujeres de la clase trabajadora, estén en donde estén. Preservando sobre todo nuestra identidad anarquista, saliendo de las marchas principales si es necesario, como está pasando con los 1 de mayo, pero sin separarnos del todo, teniendo por meta recuperar ese espacio masivo con su carácter original.

No nos repetimos más sobre las múltiples injusticias que seguimos sufriendo las mujeres, pues no queremos el discurso trillado y en cambio lo que venimos a decir es breve: esta lucha es de 365 días al año. Este día, en cuanto demostración de los frutos de esa lucha, adquiere su dimensión en función del trabajo previo. Por eso sabemos que nos queda mucho por hacer, lo principal, recuperar nuestra cultura anarcofeminista, nuestros grupos de afinidad y Mujeres Libres, en un movimiento libertario que sepa resistir y crecer sin renunciar a sus principios.

Por un 8 de marzo anarcofeminista

Grupo Moiras

 

 

 

La Teoría Queer y el Anarquismo

Una de las batallas culturales de nuestro tiempo gira en torno a la llamada Teoría Queer, un heterogéneo conjunto de creencias, actitudes e ideas, que, partiendo de la lucha de las llamadas ‘sexualidades disidentes’, ha ido impregnando leyes, programas políticos, marcos teóricos y visiones del mundo, y también ha colonizado con fuerza los ámbitos del movimiento libertario, de manera informal, es decir, sin debate y reflexión previos. Esta manera de llegar ya debería inducirnos a la reflexión cauta: es así casi siempre como el poder gana las batallas, dando por hecho que son resultado de la realidad misma, y que no requieren, por tanto, un análisis y un debate por parte de las individualidades y las organizaciones. Llega y se instala sin más en el sofá de nuestra casa, y pretende, nada menos, que definir quiénes somos y cuáles son las luchas que debemos librar.

La teoría Queer se presenta, ya desde su mismo nombre, de forma atractiva, sobre todo para personas que se sienten libertarias: es la revolución de los raros, de los marginales, de los que no encajan, de los que se niegan a dejarse encasillar. Nace reivindicando con orgullo un insulto, queer, rarito. Llega, sin embargo, impulsada con enorme fuerza por las universidades del centro mismo del mundo capitalista, las norteamericanas, desde donde ha colonizado los llamados ‘estudios de género’, abriendo una enorme brecha dentro del feminismo y cambiando de arriba a abajo su orden de prioridades. Para ejemplo, un botón: han sido décadas de lucha para conseguir que el lenguaje nombrara explícitamente a las mujeres, que siempre han tenido que intuir si estaban o no incluidas, ya que el masculino genérico no las nombra. Han bastado un par de años para que la ‘a’ haya quedado oxidada en favor de la ‘e’. Así que los hombres son nombrados explícitamente en la cultura mayoritaria, y las personas no binarias, en la minoritaria. El resultado puede llegar a ser una nueva, y doble, invisibilización de las mujeres, cis y trans. Lo que está ocurriendo con el lenguaje inclusivo nos sirve de ejemplo para atender cómo está operando este movimiento cultural: se presenta como marginal pero viene impulsado por las universidades norteamericanas; se declara feminista, pero no duda en dinamitar parte de la agenda del movimiento que supuestamente viene a enriquecer.

¿Y con el anarquismo? ¿Puede operar la teoría Queer del mismo modo con el movimiento libertario, cambiando desde dentro y sin debate previo su orden de prioridades y sus valores, o es compatible con las ideas libertarias, su genealogía teórica y su praxis de lucha?

Ambas teorías comparten su heterogeneidad, de forma que no es sencillo, ni en una ni en otra, definir escuetamente y con rigor sus principios. También comparten la dualidad teórica y práctica, ya que el Queer aspira a cambiar el mundo, como el anarquismo. Este último, sin embargo, nunca ha sido adoptado por las Universidades como marco teórico válido para analizar el mundo, y más bien ha sido recibido como una ingenua utopía. No cabe duda, sin embargo, en cuanto al anarquismo, que surge en el seno del movimiento obrero, en el marco de las ideas socialistas, y tiene como columna vertebral el antiautoritarismo. Se trata de una teoría de emancipación social, que busca una salida social a los problemas sociales, conjugando la defensa de la libertad individual con el bien común. Es una teoría de clase, aspira a dinamitar el orden burgués y estatal, y a construir espacios que permitan el desarrollo de todos los seres humanos en plenitud y en armonía con la naturaleza. Considera que es posible construir relaciones humanas sin jerarquías, sin ejercer el poder, a través del libre pacto y el apoyo mutuo.

La teoría Queer nace en un orden muy distinto. Su columna vertebral es la llamada ‘disidencia sexual’. Se enmarca en las corrientes nacidas en el seno del posmodernismo, con Michel Foucault como uno de sus antecedentes de referencia. Considera que lo ‘normal’, en el sentido estadístico, es decir, lo habitual, lo más numeroso, es ‘normativo’, y por tanto contrario a la libertad. La ‘transgresión’ es en sí misma liberadora. Con Foucault, aplica la teoría de los micropoderes, que se ejercen (según su lenguaje) sobre y a través de los cuerpos, en una compleja maraña de fuerzas y resistencias en la que cada persona puede ser a la vez amo y esclavo. El sadomasoquismo, por ejemplo, sería en este marco una práctica liberadora, ya que es antihegemónica (1). No tiene un marco ético de referencia, ya que no hay una existencia humana ajena a la cultura o que pueda ser medida de forma objetiva. Da respuestas individuales a problemas colectivos (2).

Con estas dos breves semblanzas ya se puede entrever la enorme distancia entre uno y otro movimiento, y el peligro de que el segundo, con toda la fuerza que está adquiriendo, eclipse o sustituya consensos antaño indiscutibles en el seno del anarquismo. La primera de las brechas es la de la respuesta individual a los problemas colectivos. Si somos lo que hacemos, si la identidad es ‘performativa’ y todo está mediado por el lenguaje, basta cambiar las prácticas individuales para ir creando otra realidad diferente. Sin negar la enjundia filosófica que puedan tener estas disquisiciones, los anarquistas somos conscientes de que hay una base material innegable en nuestra explotación; que no cabe revolución si no es colectiva, y que la salida individual a los problemas sociales es, una vez más, un canto de sirena para desactivar las luchas y su potencial de cambio. Uno de los peligros que afectan a la teoría Queer y otros movimientos identitarios es precisamente esta respuesta individual a los retos sociales, ya que “al estar centrado en el sujeto tiende a desarrollar prácticas individuales que pueden comprometer el potencial político de la acción colectiva” (3). Es en el marco de esta disyuntiva entre las acciones individuales y las luchas colectivas donde se inscribe, por ejemplo, la defensa del llamado “trabajo sexual”, que ignora la evidente explotación sexual de las mujeres de las clases populares por parte de los puteros y los proxenetas en el sistema prostitucional, institución indispensable del patriarcado. Y es que la mayoría de los teóricos Queer tienden a definir a los sujetos por sus prácticas sexuales, obviando “que estas prácticas no surgen de la nada, sino que son producto de procesos históricos y de contextos sociales determinados” (4). También juegan con la ambigüedad de presentar el hecho en sí de la prostitución como producto de una identidad (la de puta), que presentan como una orientación sexual cuando les conviene, o como una opción laboral y un trabajo, cuando les es más favorable este enfoque en sus debates. Ignoran así, pese a la sofisticación de sus teorizaciones, que las putas surgen en el patriarcado por oposición a las ‘decentes’, una división de la cultura patriarcal que se reparte a las mujeres para uso privado (con la función de madre-esposa) y para uso público (con la función de garantizar el acceso de cualquier varón al cuerpo femenino, en cualquier lugar del mundo, mediante precio). La identidad de puta es, como la de esposa, una identidad patriarcal, impuesta desde fuera y violenta, que persigue a todas las mujeres libres.

Otro ejemplo del efecto corrosivo que la teoría Queer tiene sobre las luchas colectivas se puede ver en su pretensión de disolver la categoría ‘mujer’, complejizándola y problematizando su definición, antaño diáfana. Las mujeres, trans y cis, no hemos conseguido ni mucho menos superar las opresiones y discriminaciones que sufrimos. Eliminar la categoría que nos une, como mujeres, dificulta la lucha y la conciencia social y feminista, del mismo modo que los efectos, exitosos, del neoliberalismo por disolver la clase obrera en una indefinida ‘clase media’ ha dado lugar al desolador panorama de falta de conciencia de clase que padecemos.

También discrepamos del objetivo de la lucha. El anarquismo busca la emancipación, y aunque ha dado siempre gran importancia a la sexualidad humana y al amor libre, en el sentido de liberarlo de la sotana y el Estado, no hace de ello el eje de su lucha, y se enfoca más a las condiciones materiales de la vida.

Otra brecha insalvable, a nuestro juicio, hace referencia al relativismo moral. Mientras para la teoría Queer la transgresión es liberadora en sí misma, para el anarquismo hay una moral irrenunciable, la de la justicia social. Para un anarquista, el Marqués de Sade, por ejemplo, por muy transgresor que fuera nunca podría ser un referente. El nuestro es el príncipe Kropotkin.

Hay, además, todo lo que el Queer no transgrede: el desarrollismo, el consumismo, la gran industria farmacéutica, la explotación sexual, la urbanización y turistificación del mundo, y la devastación completa de las comunidades humanas, todo lo que el capitalismo protege con leyes, armas y teorías de colores.

1- Fonseca Hernández, Carlos y Quintero Soto, María Luisa. La teoría Queer, la de- construcción de las sexualidades periféricas. Rev. Sociológica, abril 2009.

2- López Penedo, Susana. El Laberinto Queer. La identidad en tiempos de neoliberalismo. Barcelona : Egales, cop. 2008 3- López Penedo, S. Op. Cit pag.8

Laquesis